Sesión 3: Texto 3 - Señalar las Palabras con "c", "s" y "z".
Objetivo
El objetivo de señalar las palabras que contienen las letras "c", "s" y
"z" en el texto es facilitar la identificación y diferenciación de su uso
en el idioma español. Las palabras que contienen "c" serán resaltadas en
rojo, las que contienen "s" en azul y las que contienen "z" en verde. Esta
actividad no solo ayudará a los usuarios a reconocer las distintas letras
en su escritura, sino que también promoverá una mayor atención a la
ortografía correcta en su uso cotidiano del idioma.
CAPÍTULO I
Los Misterios de Udolfo
Ann Radcliffe
En las gratas orillas del Garona, en la provincia de
Gascuña, estaba, en 1584, el
castillo de monsieur St. Aubert. Desde
sus ventanas
se veían los paisajes pastorales de Guiena y Gascuña, extendiéndose a lo
largo del río, resplandeciente con los bosques lujuriosos, los viñedos y los
olivares. Hacia el sur, la visión se recortaba en los majestuosos Pirineos,
cuyas cumbres, envueltas en nubes o
mostrando
siluetas
extrañas, se veían, perdiéndose a veces, ocultas por vapores que, en
ocasiones, brillaban en el reflejo azul del aire, y otras bajaban hasta las
florestas de pinos impulsadas por el viento.
Estos tremendos precipicios contrastaban con el verde de los pastos y del bosque que se extendían por sus faldas. En
ellas se veían cabañas, casas o simples
edificios, en los que reposaba la vista después de haber llegado a las
alturas cortadas a pico. Hacia el norte y el este, las llanuras de Guiena y
de Languedoc se perdían en la distancia; al oeste estaba situada la Gascuña,
bañada por las aguas del Vizcaya.
A monsieur St. Aubert le encantaba pasear con
su esposa y su
hija por el margen del Garona y escuchar la música que producía su oleaje.
Había conocido otras formas de vida que no eran de tanta
simplicidad pastoril, participando en las bulliciosas y ocupadas actividades del mundo;
pero el elogioso retrato que se había forjado en su juventud de la
humanidad, la experiencia lo había ido corrigiendo dolorosamente. Sin
embargo, después de las distintas visiones de la vida, sus principios no se
habían visto conmovidos, ni
su benevolencia perjudicada. Se retiró de la multitud, «más con pena que con
ira», al escenario de la simple
naturaleza, al puro deleite de la
literatura y al ejercicio de las virtudes domésticas.
Era descendiente de la rama más joven de una familia ilustre. Las
deficiencias de la riqueza patrimonial
pueden ser suplidas por una excelente alianza matrimonial o por el éxito en
las intrigas de los negocios públicos. Pero
St. Aubert tenía un excesivo sentido del honor para tener en
cuenta la segunda posibilidad y muy poca
ambición para sacrificar a la
riqueza lo que él llamaba felicidad.
Tras la muerte de su padre, contrajo
matrimonio con una
mujer amable, de su mismo nivel social y de una fortuna no superior a la
suya.
El fallecido monsieur St. Aubert tenía un sentido de la liberalidad, o de
la extravagancia, que había influido en sus asuntos, obligando a
su hijo a
deshacerse de una parte de los
dominios familiares y, algunos años después de su matrimonio, los vendió a monsieur
Quesnel, hermano de
su esposa, y
se retiró a una pequeña propiedad en
Gascuña, donde la felicidad conyugal y los
deberes de padre dividían su atención con los
tesoros del
conocimiento y las iluminaciones del genio.
Desde su infancia había estado en contacto con esa
zona. Cuando era niño había hecho
frecuentes excursiones y las impresiones que guardaba en su memoria no se
habían visto alteradas por las circunstancias. Los verdes pastos que con
tanta frecuencia había recorrido en la libertad de su juventud, los bosques
bajo cuyas sombras refrescantes se había sumido en los primeros pensamientos
melancólicos, que más tarde habrían de ser una de las notas más acusadas de
su carácter, los paseos por las montañas, el río en cuyas aguas había nadado
y las llanuras distantes, que le recordaban sus más tempranas esperanzas,
siempre fueron evocados por St. Aubert con entusiasmo. Y, al final, se había
separado del mundo y retirado allí para realizar los deseos de muchos
años.
El edificio, como era entonces, tenía el aspecto de una
casa de
verano, que llamaba la atención de cualquier extraño por su
simplicidad o
por la belleza de sus alrededores; por ello fue preciso hacer una serie de
adiciones para convertirlo en una confortable residencia familiar. St.
Aubert sentía un especial afecto por cada parte de la construcción que le
recordaba
su juventud y
no permitió que fuera quitada una sola piedra, de tal modo que el nuevo
edificio, adaptado al estilo del antiguo, formaba con él una residencia
simple y elegante. El buen gusto de madame St. Aubert se ocupó de los
interiores, en los que se observaba una casta
simplicidad tanto en los
muebles como
en los ornamentos de las
habitaciones, que definían las
costumbres de
sus habitantes.
La biblioteca ocupaba el lado oeste del
castillo y fue enriquecida con una
colección de los mejores libros en las lenguas antiguas y modernas. Esta
habitación se abría a una arboleda, situada en un leve
declive que caía hacia el río, y los altos
árboles le daban una sombra melancólica y grata; mientras que desde las
ventanas se podía admirar todo el paisaje del lado oeste y, hacia la
izquierda, los tremendos precipicios de
los Pirineos. Junto a la biblioteca había un gran invernadero, lleno de plantas de gran belleza
y poco conocidas, porque una de las distracciones de St. Aubert era el
estudio de la botánica. Para él era una fiesta, con su mente de naturalista,
recorrer las montañas vecinas, a lo que con frecuencia dedicaba todo el día.
Madame St. Aubert le acompañaba a veces en aquellas pequeñas excursiones y
más a menudo su hija. Con una pequeña cesta recogían plantas, mientras que
solían llevar otra con alguna bebida fría de las que no podían conseguir en
las cabañas de los pastores. Pasaban así
por los escenarios más
románticos y magnificentes, sin que nada
les distrajera de su trabajo. Llegaban a las rocas de difícil
acceso con su entusiasmo, y cuando no
alcanzaban sus objetivos, se
entretenían entre las flores silvestres y las plantas aromáticas que
brotaban en las rocas o nacían en la hierba.
Al lado del invernadero, por el lado este,
mirando hacia las llanuras de Languedoc, había una habitación que Emily
consideraba como suya y en la que tenía sus libros, sus dibujos, sus
instrumentos musicales y algunas plantas y pájaros favoritos. En ella se
ejercitaba habitualmente en las artes de la elegancia, que cultivaba sólo
porque coincidían plenamente con sus gustos y en las que su talento natural,
asistido por las instrucciones de monsieur y madame St. Aubert, hacía que
destacara. Las ventanas de esta habitación eran particularmente agradables;
llegaban hasta el suelo y se abrían sobre la
zona de césped que rodeaba la casa. La vista se recreaba en los almendros, las
palmeras, fresnos y mirtos, hacia el lejano paisaje por el que corrían las
aguas del Garona.
Cuando concluía el trabajo, los campesinos disfrutaban del clima por la
tarde bailando en grupos en las márgenes del río. Las vivaces melodías, los
pasos debonaire (debería ser debonair en inglés) y las airosas figuras de
los bailarines, con el buen gusto y el modo caprichoso con el que las
muchachas se ajustan sus sencillos vestidos, daban a las escenas un carácter
totalmente francés.
La parte frontal del castillo, en un estilo del sur, se abría a la
grandeza de las montañas. A la entrada, en el piso bajo, había un vestíbulo rústico
y dos amplios cuartos de estar. El primer piso, que era el último, estaba
integrado por las alcobas, a excepción de una de las habitaciones que tenía
una terraza que
utilizaban generalmente para tomar el
desayuno.
En todo el terreno que rodeaba la casa, St. Aubert introdujo mejoras de muy
buen gusto, aunque el cariño que sentía por los objetos que le recordaban su
infancia había hecho que en ocasiones sacrificara el buen gusto al
sentimiento. Había dos alerces que daban sombra al edificio y limitaban la
visibilidad. St. Aubert había declarado en alguna ocasión que creía que
debía tener la debilidad suficiente para llorar cuando los talaran. Además
de estos alerces, había plantado una pequeña arboleda de hayas, pinos y
fresnos. En las corrientes de la orilla del río, había un naranjal,
limoneros y palmeras, cuyos frutos, en el fresco de la tarde, despedían una
deliciosa fragancia. Con ellos se
mezclaban algunos árboles de otras
especies. Allí, bajo la sombra de un plátano silvestre, que extendía sus
ramas hacia el río, se sentaba St. Aubert en las tardes de los veranos, con
su esposa y los niños, para contemplar, entre sus hojas, la puesta del sol,
el esplendor suave de las luces desapareciendo en el paisaje lejano, hasta
que las sombras del crepúsculo se reunían en un soberbio color gris. Allí,
también, le gustaba leer, conversar con madame St. Aubert o jugar con sus
hijos, dejándose llevar por la influencia de aquellos afectos dulces,
rodeado de simplicidad y de
naturaleza. Había dicho con frecuencia,
mientras lágrimas de satisfacción brotaban de sus ojos, que aquellos
momentos eran infinitamente más agradables que cualquiera de los que había
pasado en los escenarios brillantes y tumultuosos que son admirados por el
mundo. Su corazón tenía todo lo que
ambicionaba y ningún otro deseo de felicidad ocupaba su interés. La
conciencia de comportarse como debía se reflejaba en la serenidad de sus
maneras, lo que nada hubiera podido sustituir en un hombre de unas
percepciones morales como las suyas, y que confiaban su sentido de todas las
bendiciones que le rodeaban.
Referencias
Radcliffe, A. (8 de mayo de 1794). Infolibros. Obtenido de Los
Misterios de Udolfo:
file:///C:/Users/PC/Downloads/1%20Los%20misterios%20de%20Udolfo%20autor%20Ann%20Radcliffe.pdf
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